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La favorita del Inca


PRÓLOGO 

Pensó que tenía la piel muy clara para ser india. ¿Su edad? Cualquiera que fuese no tenía importancia. La estructura del rostro fascinaba... ¡Los hombres debían de haberse vuelto locos tratando de conmover aquellos ojos alargados, de provocar a aquella boca! Maquinalmente, en el espíritu de Juan de Mendoza surgieron reflexiones de otro tiempo, aquel en el que andaba consumiendo su juventud, un tiempo que había creído enterrado bajo el arrepentimiento, los rezos y las mortificaciones, y que surgía de pronto, con sus encantos venenosos, restituido por la india.

El odio aturdió al jesuita. El odio, la repulsión que suscitaba en él toda evocación de la mujer, que tal vez no era más que miedo de sí mismo y de sus debilidades de hombre. Se enderezó. Lo habían enviado ante ella para establecer su culpabilidad y para confundirla, y, en todo juicio, la cabeza debía permanecer fría.

—¿Doña Inés? —dijo—. Soy el padre Juan de Mendoza. Os ruego que excuséis esta intrusión en vuestra morada. Una morada muy agradable, por cierto.

—Un antiguo palacio, como todas las casas y conventos que bordean la calle San Agustín. Después del gran incendio de Cuzco, vuestros compatriotas conservaron los muros de granito, a modo de cimientos, y construyeron encima estas fachadas revocadas con yeso en tonos delicados, más de su gusto que nuestra maciza arquitectura. ¿Habéis notado en el patio el perfume del jazmín y los claveles? Las plantas vinieron de España. Cuando Su Excelencia el virrey me hace el honor de cenar a mi mesa, dice que tiene la impresión de estar en Sevilla... Pero tomad asiento, padre. ¿En qué puedo serviros?

—Habláis espléndidamente nuestra lengua, señora.

Ella sonrió.

—Os habrán dicho que mi difunto esposo era español.

Se lo habían dicho. Y le habían dicho mucho más.

El retrato que había trazado el padre general apestaba a infierno: «Destinada al vicio desde la infancia, según las bestiales costumbres del antiguo Imperio inca; figura casi legendaria de la rebelión indígena durante la Conquista; luego, convertida, casada con un capitán español, íntima de los Pizarro, y, poco después, viuda... ésa es la mujer. Un recorrido ambiguo que corrobora las acusaciones dirigidas contra ella, a saber: favorecer en toda Cuzco la acción de los idólatras e incitar al sacrificio humano, a los maleficios y a otras prácticas de hechicería que continúan proliferando a pesar de nuestros esfuerzos.

»La tarea de desenmascarar estos actos no puede ser confiada más que a un religioso ajeno a los asuntos del Perú. Las autoridades reales y eclesiásticas de este país creen ciegamente en esta mujer. El oro empaña la vista, suaviza las conciencias y altera las memorias. Su pasado se borra ante el maná que ella distribuye... Hábil, perversa y demoníaca son los calificativos que se repiten más a menudo en las denuncias que conserva el Santo Padre, cuyos autores han pedido conservar el anonimato hasta el final de nuestras investigaciones, pues temen por sus vidas... Pero rumores y presunciones no son evidencia de nada, ¡sobre todo cuando la incriminada goza de un innegable prestigio, tanto entre los suyos como entre los nuestros! De manera que nos hacen falta pruebas o, en su defecto, la íntima convicción de un espíritu formado, sereno e imparcial...»

—Señora —dijo Juan de Mendoza—, me han elogiado vuestra piedad y vuestra generosidad de corazón. A ellas me dirijo. Nuestro padre general, Francisco de Borja, antiguo virrey de Cataluña y pariente mío, me ha encargado una misión de particular interés, especialmente para Su Santidad el Papa. Me atrevo, por lo tanto, a esperar vuestra ayuda.

—Sin necesidad de saber más, padre, considerad esta ayuda conseguida. Abrazar vuestra fe me ha enriquecido tanto...

—Nuestra ambición, señora, es llegar a conocer mejor la población del Perú: sus costumbres, sus obligaciones y los instintos a los que obedecen. Ya hemos abierto algunos colegios. Debido a la falta de formación de nuestros compañeros, la empresa aún no ha dado el resultado esperado. De ahí la conclusión de que, antes de desbrozar y construir, es imperativo ante todo explorar el terreno en profundidad.

—¿El terreno?

—Hablaba de la población, señora.

—¡Ah! Perdonadme... Continuad.

—En Lima, los padres me han proporcionado un intérprete. Mi propósito es recorrer la región, aldea por aldea, y entablar relaciones con los habitantes. Para eso...

—¡Entablar relaciones con los habitantes! Padre Juan, se nota que venís de España. El Perú es otro mundo, un mundo de vencedores y vencidos, y los vencidos no hablan con los vencedores. Los españoles nos han aportado los frutos de su civilización, y algunos de nosotros los saboreamos, pero el pueblo... un pueblo secreto, fuerte en el trabajo, sobre todo en los montes... Nuestro pueblo se aferra a sus antiguas costumbres. ¡Qué queréis! Para él, los buenos tiempos eran aquellos en que los españoles no estaban aquí. Hasta los jóvenes, que no los han conocido, sueñan con ellos. ¿Y cómo luchar contra los sueños? En efecto, hoy el sueño constituye para esa gente lo esencial de la existencia. Soñar con lo que fue.

—Soñar no es vivir. Vuestras palabras, señora, me estimulan aún más vivamente a seguir adelante. Lo que les falta a esas infortunadas criaturas es florecer bajo la mirada de Dios. Vos, que los conocéis, podéis serles de gran ayuda. ¿Sería pediros demasiado que me introduzcáis en algunas aldeas de los alrededores? Vuestra presencia acreditaría mi gestión, soltaría las lenguas.

Con una súbita animación que la descubrió diferente, más bella aún, pues el mármol se volvió carne, ella dijo:

—¿Habéis probado ya la chicha? ¿No? Padre, si deseáis comprender a nuestro pueblo, es por ahí por donde debéis comenzar. ¡La chicha es la leche de nuestra tierra, y la tierra, nuestra madre!

Se levantó, poniendo de manifiesto una elevada estatura. El vuelo de su manto bordado en vivos colores palpitaba como las alas de un pájaro. Cojeaba ligeramente. Al pasar ante un espejo, se detuvo. Juan de Mendoza sintió que lo observaba. Después continuó hasta un aparador del que cogió dos vasos de oro; los llenó y se volvió.

—No sacaréis nada de nuestra gente, no aprenderéis nada. El único modo de saber qué tienen en la cabeza es conocer el pasado en el que sus pensamientos y sus corazones permanecen anclados. Yo he vivido ese tiempo. Aceptad compartir mi cena y os lo describiré... Seguramente os habrán comentado muchas cosas sobre mí, pero ¿os dijeron que nací en una aldea y que mis padres eran unos sencillos campesinos?

—Confieso que no. Y cuando se os ve, señora...

—Nunca hay que fiarse de lo que se ve. La verdad está en otra parte. Yo no querría que os engañarais, padre Juan. En la época de la que voy a hablaros, para una muchacha de origen modesto no había, y no lo hay tampoco ahora, más que un medio de elevarse: la imagen que ofrece la mujer es su patrimonio. De ella depende cómo administrarlo. Es ahí donde intervienen sus cualidades potenciales, sin las cuales esa mujer existirá tan sólo como objeto, ¡y uno se cansa de los objetos, los tira, los rompe! Así pues, la belleza no es un tema vulgar, licencioso o frívolo, tal como se cree demasiado a menudo, y si tengo que mencionar la apariencia con que me ha dotado la naturaleza, lo haré con toda humildad. Sólo me enorgullezco de lo que he logrado gracias a mi voluntad.

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